Clase de infantil con una maestra con mascarilla

Filosofía y niños parecen conceptos alejados en el tiempo. Se diría que los separa la madurez y el nuevo escenario al que llamamos adolescencia. Es decir, que para filosofar necesitamos una determinada edad y una cierta experiencia, para penetrar en el “abstruso” mundo de las ideas.

No obstante, como dice la primera frase, sólo lo parece. Todo dependerá de cómo definamos el propio concepto de Filosofía. Etimológicamente, la palabra filosofía, de raíz griega, se definiría como “amor al saber”. Si así lo consideramos, ¿no sería deseable acercar a los niños y niñas a amar el saber lo antes posible?

Ahora bien, ¿es posible? Después de muchos años de experiencia docente, haciendo filosofía con niños, sostengo tajantemente que sí. Sí, si entendemos que se trata de filosofar, de trabajar habilidades de pensamiento para mejorar nuestras ideas y, como consecuencia, nuestras vidas. Sí, si se trata de conseguir progresos en el pensamiento crítico, creativo y ético de la infamcia. Sí, si entendemos que la curiosidad y la admiración, cualidades filosóficas por excelencia, están ya presentes en nuestra dotación como seres humanos. Los niños y las niñas llegan a este mundo con una sed insaciable de aprehender un mundo que, para ellos, es nuevo, misterioso, rico en preguntas que buscan respuestas. Y preguntan, preguntan mucho, sin desfallecer, para comprender, para orientarse, para descubrir y fortalecer las opiniones que, poco a poco, les permitirán mirar y discernir los hechos de las opiniones y las creencias. La filosofía que aquí queremos acercar a la infancia se construye con el diálogo filosófico, socrático, en cooperación con la diversidad. En el marco de la clase, o incluso de la familia, constituida como comunidad de aprendizaje, la filosofía desciende de la academia a la calle, a la vida cotidiana que nos enfrenta con los problemas, con las decisiones que hay que tomar. Los niños construyen su identidad junto a los demás, en el contexto del vasto mundo. Y su vida, la vida más próxima, les interroga. Los niños y las niñas tienen una sensibilidad especial para detectar incoherencias en los adultos. Todos los que estamos cercanos a ellos lo sabemos. Y se muestran perplejos, con esa sinceridad desbordante con las que a veces nos muestran nuestra propia debilidad de discurso. No es extraño, en estos días, oír a los más pequeños pidiendo a los adultos que cumplan las normas, de mascarilla, distancia e higiene y preguntándose por qué quiénes les han explicado esas normas como necesarias, a veces, las incumplen. ¿No deberían cumplirse siempre las normas? ¿Hay excepciones? ¿Y cómo las voy a distinguir?

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