foto antigua de niñas asiáticas con banderas de EEUU

El pasado mes de marzo un joven norteamericano entró en un centro de “masajes” cercano a la ciudad de Atlanta (EE. UU.). A pesar de su juventud, Robert Aaron Long ya había contratado más de una vez los servicios de alguna prostituta. Pero en esa ocasión su visita fue sanguinaria. Tras asesinar a cuatro personas en ese lugar, hizo lo mismo en dos establecimientos más. En total, dejó un saldo de ocho muertos, seis de ellos, mujeres asiáticas.

Los comentarios del capitán Jay Baker, portavoz del sheriff del condado de Cherokee, en Georgia, desataron la polémica. Este pareció situar en un plano de igualdad a las víctimas y al asaltante, al lamentar que Long fuera un “adicto sexual” que había asesinado porque estaba “contra las cuerdas” a causa de su dolencia.

Una falta de sensibilidad hacia las verdaderas víctimas que ha levantado ampollas, sobre todo, teniendo en cuenta que el citado agente ya se había significado en Facebook con comentarios contra China y su responsabilidad en la pandemia del coronavirus.

No en vano, algunas personas en EE. UU. vinculan el incremento del odio hacia los asiáticos con el discurso del antiguo presidente, Donald Trump, cuando sobrevino la pandemia. En este sentido, es muy revelador un vídeo que se hizo viral pocos días después de la matanza, cuando una mujer filipina fue brutalmente atacada en una calle neoyorquina sin que nadie acudiera a socorrerla.

De acuerdo con un estudio de la Universidad Estatal de California, tanto esa ciudad como en Los Ángeles los ataques xenófobos contra orientales se han incrementado más del doble durante el último año.

El delirio del oro

Una mirada al pasado revela que el odio a los asiáticos ha sido una constante en la historia de ese país. Ya fuera porque se consideraba que robaban el trabajo a los blancos, o porque estaban luchando contra ellos en alguna guerra lejana, más de una vez se han encontrado en el ojo del huracán.

Un suceso fortuito resulta clave para entender esta historia. En 1848, el periodista Samuel Brannan recorrió las calles de San Francisco gritando: “¡Oro! ¡Oro! ¡Oro en el río Americano!”. En efecto, poco antes, un terrateniente llamado John Sutter se había topado con unas pepitas de oro en las cercanías de ese río, y parecía haber tanto que hasta sobresalía de la tierra. Solo hacía falta ir a recogerlo.

De boca a oreja, la noticia salió del entonces pequeño pueblo de San Francisco, llegó a los medios nacionales, y, de allí, a todo el mundo. También a China, donde los relatos sobre el hallazgo se extendieron de la mano de los buques norteamericanos. Según explica el historiador Roger Daniels en Asian America: Chinese and Japanese in the United States (1988), los chinos escuchaban con envidia a los navegantes americanos.

Tenían sus motivos. Con su comercio exterior secuestrado por las potencias coloniales, el Imperio chino estaba en franca decadencia, igual que la calidad de vida de sus gentes. Lógicamente, algunos acabaron por mitificar aquella tierra lejana a orillas del Pacífico, a la que llamaban la Montaña de oro.

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