Imagen de una temporera amamantando a un bebé en una chabola en Huelva

Los asentamientos nacen junto a las carreteras polvorientas, en colinas peladas y torrenteras secas, bajo pinos y eucaliptos, a la espalda de los polígonos, detrás de vallas publicitarias que anuncian locales de comida basura y productos fitosanitarios para las cosechas; brotan cerca de las tierras de cultivo de fresas y arándanos en las que trabajarán sus habitantes y suelen desarrollarse poco a poco, a un paso del núcleo urbano, como una protuberancia del mismo. Cuando es posible, surgen cerca de las fuentes públicas, pues este detalle acortará el trayecto constante de sus moradores para abastecerse de agua. Los caminos que conducen a ellos son un ir y venir de personas a pie o en bici cargados con bidones. A estos poblados se les suele denominar con el nombre de lo que queda próximo; así existen, por ejemplo, “el del cementerio” o “el del hotel Portugal”. Se encuentran por toda la provincia de Huelva, la tierra de los frutos rojos. Los hay gigantescos, que conforman pequeñas ciudades, en los que se pierde la vista entre hileras de blancas chabolas, habitan 600 personas y se ha generado con los años una economía alternativa, con bares, peluquerías, iglesias y mezquitas, incluso talleres de coches y chabolas dedicadas a la prostitución. Hay también campamentos diminutos donde viven quizá 10 o 20 habitantes. Algunos de estos lugares son tan antiguos que nadie sabe fecharlos y otros tan recientes que aún no han sido nombrados. En ellos, mientras España echaba el cierre durante la pandemia, han estado viviendo cientos de trabajadores “esenciales” en condiciones deplorables.

Estas legiones de braceros se despiertan antes que el sol y acuden a las plazas donde los recogen furgonetas y autobuses para llevarlos hasta los campos de fresas, arándanos y frambuesas que se han extendido como una mancha por la provincia. Regresan a media tarde exhaustos pero contentos, se sientan en sillas desvencijadas y, mientras se lavan los pies y las manos en barreños, cuentan sus largos viajes, el ir y venir por los países, sus migraciones en función de las cosechas. Estamos a principios de junio. Y ahora que se acaba la primavera y la temporada termina en Huelva, muchos se dirigen hacia el norte, de camino a Aragón y Lleida, donde los melocotones y albaricoques ya maduran con el sol del verano. Cómo cruzan un país en cuarentena nadie sabe explicarlo del todo, algunos salen en coche de madrugada, se los traga la oscuridad y aparecen en Cataluña a la mañana siguiente.

Los poblados se vacían y vuelven a llenarse, pero cada año las temporadas son más largas y requieren de más mano de obra y los asentamientos se han vuelto crónicos. Crecen a medida que los métodos de la agricultura se intensifican y los márgenes de los agricultores menguan y se ensayan nuevos cultivos, como la naranja o el aguacate. Entonces llegan más personas desde el otro lado del mar, casi desnudos, y ni las instituciones públicas ni los empresarios son capaces de habilitar una respuesta.

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