imagen de dos niños bolivianos en clase

Luis Fernando Pardo, de 14 años, tiene un nuevo celular desde hace casi tres meses. Son casi las nueve de la mañana y se alista para su clase de matemáticas a través de la plataforma Zoom. Tiene un libro de álgebra en la mesa, un cuaderno y un lápiz. Apoya su dispositivo móvil, con una pantalla de casi siete pulgadas, frente un viejo monitor que se encuentra conectado a una computadora que no tiene las capacidades técnicas para sostener una videoconferencia. Su maestra pide que enciendan la cámara para comprobar la asistencia. “Si la activo se para todo, profe”, se excusa uno de los 60 compañeros que están conectados. Algunos estudiantes no responden, otros se desconectan, hablan simultáneamente, el audio se corta y la profesora se desespera. Parece un déjà vu de 2020, un año para el olvido del sistema educativo en Bolivia.

El 12 de marzo de 2020, tras la confirmación del tercer caso de coronavirus en la nación, la presidenta interina de Bolivia, Jeanine Áñez, suspendió las clases hasta el 31 de marzo como una de las medidas de precaución ante la pandemia. Desde entonces, la única aula que Luis Fernando ha pisado se encuentra en un espacio junto al comedor y la cocina de su casa. Después de diferentes intentos de capacitación de maestros y docentes en el uso de herramientas virtuales en la educación, cursos con los cuales se pretendía apoyar a más de 150.000 educadores, el Ejecutivo interino determinó que las clases no se retomarían de forma virtual hasta diciembre, medida que derivó en protestas por parte de los sindicatos de maestros del área urbana, así como también de educadores y padres de familia del área rural.

Durante días, los maestros demandaron el retorno a la educación presencial, argumentando que las clases virtuales eran excluyentes debido a los altos costes del acceso a internet en el país y la carencia de este servicio en diferentes zonas rurales. A pesar de los argumentos, las peticiones de los maestros y los intentos de diálogo entre las entonces autoridades del Ministerio de Educación, la Iglesia católica y los sindicatos no llegaron a ningún acuerdo.

Ante ese callejón sin salida, el Ejecutivo de Áñez anunció la clausura del año escolar el pasado 2 de agosto, con el argumento en su defensa del cuidado de la salud de los bolivianos, “especialmente de nuestros niños”, dijo, y la denuncia, con un trasfondo más político y social, de una “actitud radical y partidista” para desestabilizar a su Gobierno. La disposición determinaba, además, que todos los estudiantes de nivel inicial, primaria y secundaria pasarían al curso siguiente, sin que hubiera ningún suspenso ni repetidor.

La medida fue duramente criticada, ya que afectó a unos 2,9 millones de estudiantes, según estimaciones de la Organización de Estados Iberoamericanos y el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) en Bolivia, de los cuales cerca de 160.000 jóvenes recibieron su diploma de bachillerato, de acuerdo con una nota de prensa publicada por el viceministerio de Comunicación.

En febrero de este año las clases se reiniciaron en Bolivia. Este retorno a las aulas, cuya aplicación se define de acuerdo a la situación epidemiológica del coronavirus en cada municipio o región, se realizó en tres modalidades, según dio a conocer el Ministerio de Educación: virtual, semipresencial y presencial, dando prioridad a la primera debido a la nueva ola de contagios por coronavirus en el país que comenzó en el mes de diciembre pasado. Hasta la fecha, la nación andina suma más de 260.000 casos y ha registrado casi 12.000 fallecidos a causa de la covid-19.

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