Los esfuerzos por educar a los niños en la frontera entre México y Estados Unidos se han visto frustrados por la pandemia. Unos voluntarios están llenando ese vacío.

Ana Morales Becerra, una madre soltera de Michoacán, México, describe su antiguo hogar como un lugar tranquilo en medio de una guerra de cárteles. Con tantos narcos en su barrio, en la ciudad de Uruapan, estaba segura de que nadie se atrevería a entrar a robarle. Pero aún así, siempre se sintió incómoda porque su rutina diaria —trabajar en dos empleos y cuidar a sus hijos— estaba marcada por el paso de camionetas llenas de gente armada.

Sin embargo, la gota que derramó el vaso fue cuando las camionetas de los narcos comenzaron a seguir a sus hijos. “¡Hasta aquí!”, recuerda haber dicho. “Me voy”. Huyendo de la violencia de los cárteles, el abuso sexual y las amenazas de muerte, dejó su hogar para buscar una nueva oportunidad en Estados Unidos. En octubre pasado llegó a Tijuana, México, con sus cuatro hijos, muy poco dinero y sin un lugar donde quedarse.

Pero buscar asilo, algo que Morales Becerra pensó que sería un proceso relativamente rápido, resultó ser un pantano administrativo que la dejaría varada a ella y a su familia durante meses mientras esperaban a que un juez decidiera su destino. “No sabía que había que llevar todo este proceso”, dijo. Con sus vidas en suspenso y sin acceso a trabajos formales ni a la escuela, han vivido en el albergue Embajadores de Jesús, a solo cinco kilómetros al sur de la frontera entre Estados Unidos y México, durante casi un año.

Como la familia Morales Becerra, miles de familias de Centroamérica y México han llegado a la frontera sur de Estados Unidos en los últimos años para escapar de la violencia. Los Protocolos de Protección a Migrantes de la Casa Blanca, también conocido como el programa “Quédate en México”, ha obligado a los migrantes a esperar en México durante meses, sin garantías de asilo.

Durante este tiempo, los niños tienen poco o ningún acceso a la educación formal. “Jesús, mi hijo más grande, estaba preocupado”, dijo Morales Becerra. “Me decía: ‘Ya perdí un año, mamá, no quiero perder otro’”.

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