Miquel Montoro

En los últimos días he leído y escuchado comentarios de diversa índole sobre la figura del joven youtuber Miquel Montoro. Entre los comentarios elogiosos destacan los que celebran que frente a la intensificación del turismo y sus excesos el niño payés se ha convertido en un referente mediático de una mallorquinidad friendly arraigada en valores como el campo, la lengua, la gastronomía y las costumbres locales. Entre los comentarios malintencionados llama la atención el reciente tuit de Esther Sanz, concejala de Seguridad y Familia de Vox en el municipio madrileño de Fuente el Saz, que arremetía contra el niño por no saber “hablar castellano en condiciones y con naturalidad”.

La sensación que tengo es que ninguno de los comentarios que he leído ha tenido la perspicacia de mirar con ojos de niño lo que observan desde la perspectiva adulta. A los niños hay que verlos con la mirada de un niño. Ya lo advertía Henri Matisse en 1953 cuando evocaba la necesidad de aprender a ver la vida a través de los ojos de un niño. Para Matisse, la mirada infantil es una mirada en buena medida desprejuiciada en la que se entremezclan curiosidad y misterio, la alegría de explorar y conocer el mundo. Se trata de mirada que permite desaprender y resignificar los modos habituales de ver, sentir y actuar. Los niños no solo reproducen la cultura, sino que también la producen. El abandono de la mirada infantil provoca una serie de efectos entorpecedores, como el distanciamiento de uno mismo y de nuestra curiosidad epistemológica, la dificultad para situarnos dialógicamente frente al otro y la falta de coraje para pensar, crear y transgredir. No resulta extraño, en este sentido, el elogio que Walter Benjamin hace de la infancia cuando reivindica su potencial crítico y utópico, aquello que en otros términos llama la “ilimitada fuerza curativa de la vida infantil”.

El potencial crítico de la mirada infantil puede observarse cuando, por ejemplo, El Principito pone en tela de juicio la racionalidad instrumental por la que se rigen muchos comportamientos razonables de los adultos: “A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: «¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?» En cambio preguntan: «¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?». Solamente con estos detalles creen conocerle”. Una crítica similar de la racionalidad calculadora es la que expresa Miquel Montoro cuando invita a apoyar el comercio de proximidad frente a las grandes cadenas de supermercados, que en ocasiones cuentan con un largo historial de explotación laboral, atropellos medioambientales y evasión de impuestos: “No valoráis lo que es un producto bueno. Puede ser que el bueno valga 50 céntimos más. Que sí, que lo fácil es ahorrar, pero tú no sabes los medicamentos que lleva el barato”. Sin saberlo, la mirada infantil de Miquel es promotora de un consumo crítico.

Del mismo modo, cuando se involucra en actividades impropias de un niño de su edad, como enseñar a hacer queso con leche de cabra, a hacer una ensaimada o a sembrar patatas, Miquel transmite unos valores que chocan frontalmente con los dictados de la sociedad consumista. Vivimos en una sociedad en la que el sentido de pertenencia está vinculado a la acumulación de cosas (juguetes, en el caso de los niños). Para el capitalismo aprender significa acumular y competir. Actividades como el arado, la siembra y la cosecha nos conectan con la experiencia del tiempo rural, un tiempo lento y circular que se opone a la tiranía de la prisa propia del tiempo urbano, lineal y acumulativo. Por ello la experiencia infantil de Miquel nos acerca a la filosofía del movimiento slow, que plantea vivir más despacio para vivir mejor.

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