imagen de un/a niño/a colgando algo en el perchero de una clase

Es un tópico recordar que la inmigración procedente de otros países que se ha producido en este siglo ha sido un fenómeno “que no se preveía” en la sociedad de llegada, o no al menos en la importante dimensión que ha tenido (a pesar de que ha ocurrido en respuesta al efecto llamada de nuestra economía). Un fenómeno que no se esperaba tampoco en el sistema educativo, que, sin haberse preparado previamente para ello, se ha ido adaptando y ha acogido en los últimos veinte años en sus aulas a numerosos niños y niñas de familias extranjeras… a los cuales sigue hoy dando respuesta educativa.

Sí, ya sabemos que no todos los centros escolares han dado respuesta del mismo modo, sino que unos más que otros, y algunos mucho y otros casi nada o, directamente, nada de nada. El caso es que los centros escolares desean atraer a las familias por su propia supervivencia y hacen esfuerzos para ello, y no sólo en época de matriculación. Pero sobre ese alumnado de origen extranjero, quisiera preguntar a quienes leen estas líneas si no perciben, como yo, que se ha tratado en general de un alumnado indeseado, algo que no se expresa nunca abiertamente desde ninguna instancia educativa (como no podía ser menos en esta profesión nuestra que sabe ser políticamente correcta cuando se debe). Yo diría que es algo que se ha dejado ver con claridad, y que se ha reflejado, por ejemplo, en las estrategias de numerosos centros para evitar ese alumnado, y en su éxito en lograrlo sin que pasara absolutamente nada y sin que la administración educativa tomara medidas al respecto.

Es claro que en una sociedad clasista (donde existe rechazo al pobre, o aporofobia, que diría Adela Cortina), fascinada por el brillo del consumo, no se considera que la llegada de los hijos e hijas de estas familias que ocupan la parte más baja del escalafón social traiga prestigio a los centros. De hecho, uno de los factores de la segregación escolar es la huida de las familias autóctonas en mejor situación socioeconómica, que, a partir de un cierto umbral, consideran que hay demasiadas familias inmigrantes en el centro. Por la mencionada razón, entre otras. Y es precisamente uno de los temores de las escuelas: que con la llegada de un tipo de alumnado, se produzca la huida de otro.

Responder adecuadamente al alumnado de origen extranjero es, claro está (o debería estarlo), una tarea más exigente que atender a un alumnado en situación de ventaja (de clase media autóctona blanca, escolarizado en el sistema desde los tres años). Pensemos en esa chavalería que ha estado llegando a los centros a cualquier edad, en cualquier momento del año, con un desigual bagaje escolar, que desconoce la lengua vasca y en ocasiones la castellana, que sufre las consecuencias de la situación económica y social –a veces penosa- de su familia…

Estas circunstancias pueden suponer unas necesidades específicas, distintas para cada persona, durante más o menos tiempo, a las que hay que responder adecuadamente. Pero resulta que esta realidad en numerosas ocasiones no viene acompañada de los recursos necesarios por parte de la administración, que destina recursos semejantes a centros con necesidades muy diferentes, lejos de lo que sería equitativo. Esto está a veces en el origen del malestar del profesorado: la imposibilidad de dar la respuesta adecuada a realidades de alta complejidad. Es una de las razones por las que, de algunos de estos centros no solo huye una parte de las familias, sino también una parte del profesorado. Otra cosa sería si el alumnado con necesidades educativas específicas llegara con un pan (el de los recursos necesarios) debajo del brazo. Mientras tanto, a menudo se preferirá que ese alumnado se dirija a un centro que no sea el propio.

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