imagen de una pareja de ancianos

En los pupitres hay lápices, gomas, cuadernos. En el aula, una pizarra de tiza y una electrónica, un corcho, un reloj que marca el inicio y el fin de la clase. Una veintena de alumnos se sienta por parejas, dos de ellos varones. “Dictado de números. Línea número uno: 1.250. Poned el puntito de los miles”, les pide Carmen*, la profesora, que también les recuerda que detrás del punto tiene que haber tres números. Antes, les dio una definición -“dibujo de una persona que hace más grandes y exagerados sus rasgos”- y ante la respuesta correcta -“¡caricatura!”-de una de las alumnas, se oyeron aplausos en la clase.

No es lo normal en un aula al uso, como tampoco que sobre las mesas abunden, también, las gafas de lectura. Y es que los alumnos de las clases de este lunes de Carmen no son niños ni adolescentes: la mayoría son ancianos -ancianas, salvo un hombre- y los menos, de entre 30 y 50 años, inmigrantes (un solo varón también). Estudian primer nivel de ‘Enseñanzas iniciales’ en un centro de educación de adultos de Madrid, el CEPA Joaquín Sorolla, en la Guindalera.

“¿Que por qué venimos?”, reflexiona una de las alumnas. “Pues porque cada vez que llega una carta del banco tengo que ir al vecino, y el vecino tiene que enterarse de lo que tengo yo con el banco”, explica. La secunda Emma, que deja la clase de Carmen por un rato, y mientras allí se oye que el sonido ‘/k/’ con la ‘a’ se escribe ‘ca’ y con la ‘e’ no se escribe ‘ce’, ella cuenta que nació en Madrid en el 35, y que en su casa el día que había comida no había zapatos, y al revés. O no había ninguna de las dos cosas, ni tampoco, claro está, medios para estudiar. A los 13 se puso a trabajar, en telares, fue limpiadora, telefonista… y sólo empezó a leer “ya un poco deprisa” en las clases para adultos de la Escuela Popular de Prosperidad, de la que habla con inmenso agradecimiento: “Yo decía: el día que me muera, que me entierren aquí en el patio”.

Emma dice que es “muy trabajadora, pero muy poco inteligente”, aunque lo primero es patente y lo segundo no lo parece en absoluto. Sus hijos le tienen prohibido venir a clase, porque se obsesionaba tanto que se levantaba de madrugada a hacer los ejercicios, y el estrés hizo mella. “Me dicen: ‘¡Con esa edad ya no lo necesitas!’, pero les tengo engañados. Creen que por las tardes estoy de paseo, y vengo aquí. Porque sí lo necesito: para entender las cosas, para expresarme, para poder escribir una carta. Para la vida”, explica. Emma tiene un ebook y pone la letra grande, porque si no, no la lee: “El otro día aprendí que ‘vaya’ no se escribe con ‘b’ ni con ‘ll’ y ya me fui feliz. Soy como los niños chicos”, acaba.

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