Imagen del patio vacío de un colegio

La educación y la escuela son dos grandes ausentes de esta crisis de la pandemia. La escuela ha permanecido aparcada en las discusiones y cerrada en la práctica. Sólo se ha hablado de ella a propósito de la brecha digital como causa de desigualdades. Y a la educación de los ciudadanos se apela cuando se insta a la prudencia. Desde la izquierda se habla de la necesidad de cuidar lo común, pero las referencias son la sanidad y los servicios sociales. Algunas voces escasas han planteado públicamente que la conciliación sin escuela es imposible. Y algunas voces privadas me han ido contando que han mandado a paseo los deberes digitales de sus hijos por repetitivos y estúpidos, o que han tenido que contactar con un psicopedagogo porque el comportamiento de sus hijos se había vuelto insostenible, o que su trabajo con niños dentro de la casa sólo se puede llevar a cabo robando muchas horas al sueño. ¿Han tenido la mala fortuna de caer en una mala escuela o con malos profesores?, ¿no saben educar a sus criaturas y por eso se les suben a la parra?, ¿son pésimos organizadores y por eso no pueden teletrabajar y atender a sus hijos al mismo tiempo? Definitivamente no, no y no. Es otra cosa.

Quiero argumentar a partir de ciertas reflexiones acerca de lo que es la educación y lo que debe ser la escuela en una sociedad emancipadora y democrática.

La educación es una relación de poder. La expresión foucaultiana es acertada: “conducir conductas”. Cuando se hace queriendo, se emplea la fuerza o la persuasión. Pensemos en cómo le enseñamos a comer a un niño: con recriminaciones y normas acompañadas de cierta violencia verbal o corporal, o bien con trucos, historias y buenas palabras. Pero lo que de verdad cuenta, y eso lo sabemos todos, es cómo ven comer a los de su familia o su tribu. De los rituales de las comidas, en muchas ocasiones, no somos conscientes, pero las criaturas aprenderán una forma de estar en la mesa, aprenderán a ser miembros del grupo al que pertenecen, al que quieren pertenecer. El ambiente contagia. Y su contagio es más poderoso que la represión o la persuasión.

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