un control en la frontera danesa

Desde que asumió las riendas del poder, en 2015, la gestión del primer ministro conservador, Lars Lokke Rasmussen, no ha hecho precisamente gala de la tradicional e histórica docilidad al migrante. Su gabinete ha endurecido nada menos que en 67 ocasiones la normativa sobre migración, según admite la website del Ministerio de Integración.

Ha sido su réplica a la crisis de refugiados procedentes de conflictos como el de Siria o Irak, que generaron movimientos de personas también desde Irak o territorios con población kurda. Entonces, llegaron a Dinamarca más de 21.300 en busca de asilo. El flujo más intenso desde la guerra yugoslava, en los noventa. En 2017, casi 3.500 personas solicitaron el estatus de refugiado en este país nórdico.

Pero Dinamarca ha dejado de ser un país de acogida. Se ha desmarcado de espíritu solidario que ha reinado entre las naciones escandinavas durante décadas. Entre las políticas extremas contra la migración del Ejecutivo de Copenhague se incluye la separación de la esfera familiar a los hijos de migrantes para enseñarles “valores daneses”. A razón de 25 horas semanales. O la designación de áreas determinadas de distritos municipales como residencia, guetos vecinales en los que se recluyen a los foráneos. Pero no a todos, claro. La distinción suele ser por motivos étnicos y religiosos. Porque en la homogénea sociedad danesa ha crecido el deseo de exclusión de la población que no sea de raza blanca. Es como si, en el subconsciente colectivo de la otrora ejemplar ciudadanía danesa -especialmente permisiva con la multiculturalidad, la diferenciación social y la igualdad de derechos-, se hubiera instalado la idea de que la presencia de migrantes no es bienvenida. No redunda en beneficios positivos para el país.

No es un fenómeno aislado. Ni mucho menos. Cuando EEUU, la nación más poderosa del mundo, que ha cimentado su hegemonía en la sistemática llegada de migrantes desde finales del siglo XIX, ha impuesto la regla de tolerancia cero con los flujos de llegada de extranjeros procedentes de según qué países -a los que la Administración Trump se reserva la capacidad de catalogarlos como peligrosos para su seguridad nacional, trata de sellar con muros su frontera sur o separa a familias que alcanzan suelo estadounidense o están en situación de irregularidad- la suerte de los migrantes en busca de otras tierras en las que enraizar su futuro está echada. En Europa, Hungría, Austria o Suiza, llevan años levantando obstáculos y reforzando sus leyes de expulsión. Y la marea continúa. En Dinamarca, con una población mayoritariamente blanca -un 87%- sus nativos no están dispuestos a aceptar los cambios demográficos que imponen la migración.

Guetos vecinales y valores daneses

Un reciente reportaje de The New York Times hacía hincapié en este asunto. Han proliferado los guetos vecinales, en zonas pobres urbanas con un significativo número de residentes de países musulmanes o procedentes, en general, de Oriente Próximo. Al igual que el adoctrinamiento de los valores nacionales. Los hijos de migrantes que nazcan en estos suburbios metropolitanos deben acudir a clases de adaptación desde el primer año de vida. Donde les enseñan danés y les exigen cumplir con el calendario de fiestas cristiano, como las de Semana Santa o Navidades. So pena de que sus familias pierdan los beneficios sociales del Estado. Pero en el Parlamento danés se están gestando otras medidas drásticas. Como duplicar los años de prisión en delitos que se cometan en las áreas residenciales de migrantes. O imponiendo penas de cárcel a padres que permitan a sus hijos viajar a sus países de origen. Incluso el PPD, en una creciente ola de respaldo popular, propone la obligación de que sus adolescentes lleven brazaletes de identificación para impedirles que salgan a la calle más tarde de las 20:00 horas.

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