Imagen de Paulo Freire

Freire vivió en el entonces llamado Tercer Mundo, entre el bloque capitalista, capitaneado por los Estados Unidos, y el bloque socialista, encabezado por la Unión Soviética; un mundo dividido, en una denominada guerra fría, que prácticamente obligaba a todos, estados, pueblos y personas, a elegir entre ambos bloques. Él lo vivió desde América Latina, el patio trasero de los Estados Unidos, donde los intentos de revertir su situación neocolonial resultaron casi siempre infructuosos.

Pero el mundo de hoy es bien distinto: desaparecido el bloque socialista, la economía de mercado, el capitalismo, exhibe exultante su triunfo incontestable, mientras los llamados estados del bienestar cada vez lo son menos y se pone en duda su misma viabilidad. Igual que la economía, también la política ha sufrido el impacto de la globalización: al mismo tiempo que se pretende reducir la democracia a las citas electorales periódicas, lo cierto es que las tecnologías digitales han abierto un mundo de posibilidades a la participación de la ciudadanía, que ve incluso factible prescindir de las mediaciones (los partidos políticos, los sindicatos, los medios de comunicación, los representantes elegidos…).

Este es el mundo que nos interpela, esa es la realidad que debemos desocultar, esos son los desafíos del presente: ¿Cómo hacer frente a la creciente desigualdad y al desmantelamiento de los estados del bienestar? ¿Cómo dar un nuevo sentido a la solidaridad entre los pueblos sin generar nuevas formas de dependencia? ¿Cómo defender la importancia de las organizaciones, hoy tan desacreditadas, para poder negociar de tú a tú con unos poderes fácticos tan descomunales? ¿Cómo conjugar las posibilidades que nos ofrecen las redes sociales, su inmediatez y horizontalidad, con la imprescindible reflexión y responsabilidad?

Por otra parte, no se puede comprender a Freire si lo desvinculamos de su fe y de su compromiso cristiano. Si la religión católica se asoció tradicionalmente al poder y a los poderosos, especialmente en América Latina, el concilio Vaticano II abrió las puertas a la teología de la liberación, una lectura del evangelio en clave no solo moral, sino también política y social, y Mounier le mostró el camino para edificar un nuevo humanismo esperanzado y trascendente, en diálogo crítico con el marxismo.

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