Imagen de un anciano y un niño andando por un camino de tierra

El sueño que mantenía vivo a mi abuelo Antonio era conocer a su primer nieto, pero el cáncer no le dejó. Murió el 23 de mayo de 1978 en una habitación del Hospital Finochietto y yo nací nueve días después en el Sanatorio Wilde, a diez minutos de allí, en la ciudad de Avellaneda.

Eran tiempos difíciles en la Argentina. Si no hubiese sido por esa muerte, yo habría crecido en otro país. Mis padres, perseguidos por la dictadura militar, ya tenían pasaportes falsos y una ruta al exilio, pero decidieron quedarse para no dejar sola a mi abuela. El 1 de junio, cuando me dio a luz mientras comenzaba el Mundial y todos a su alrededor celebraban frente a una televisión en blanco y negro, mi mamá lloraba. La alegría por mi llegada al mundo se mezclaba con la tristeza por saber que, tal vez, ese mismo día podía estar naciendo en cautiverio el bebé de una amiga a la que los militares habían secuestrado embarazada. La suerte quiso que a ella no le pasara lo mismo, o yo creería ser el hijo de uno de esos asesinos que, de tan perversos, también robaban niños.

Mi abuelo fue un andaluz que admiraba al general Franco, pero siempre respetó a su hija marxista. En su adolescencia, ella le llevaba el periódico del partido y él lo leía y se lo discutía. Después del golpe de Estado de 1976, quemó en el fondo de su casa todos los libros que había aceptado esconderle, por miedo a que una noche golpearan a su puerta. Había pasado meses sin saber dónde vivían mis padres, que estaban en la clandestinidad, y entendía sus motivos, aunque le dolieran. Mi vieja lo quería con locura y yo lamento no haberlo conocido.

Se llamaba Antonio Martín y nació el 8 de junio de 1906 en el pueblo de Lobras, provincia de Granada. Su madre falleció en el parto. Cuando Antonio era muy pequeño, su padre emigró a la Argentina y lo dejó al cuidado de un tío, que poco después falleció. Al quedar huérfano, fue internado en un asilo de curas, donde aprendió a cantar Cara al sol y, paradójicamente, también a ser ateo. A los catorce años, cuando se libró para siempre de los curas, consiguió trabajo como grumete en un barco con la intención de huir de España y reencontrar a su padre, que se había casado con otra mujer y no había vuelto a Granada.

Llegó a Buenos Aires cien años antes de que yo llegara a Barcelona, como un círculo que se cierra. Pero él lo hizo de forma ilegal. Se bajó del barco en el que trabajaba y ya no volvió a donde nadie lo esperaba, tampoco un futuro que valiera la pena. En aquellos años, los flujos migratorios eran al revés: eran los españoles, italianos y otros europeos los que llegaban a América Latina huyendo del hambre y las guerras. Por suerte, cuando le tocó llegar a mi abuelo andaluz, no había en Buenos Aires ningún antepasado de Santiago Abascal o Matteo Salvini en el gobierno.

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