Imagen de Driss con su familia española

Y en mitad del Estrecho, después de haber perdido de vista la costa de Tánger, Driss se echó a dormir.

Serían las cinco de la madrugada cuando el sueño le venció. A oscuras y mecida por el oleaje, la patera en la que viajaba junto a otros cuarenta africanos siguió avanzando sin que tampoco se viese, ni de lejos, rastro alguno de Europa en el horizonte. Llevaba meses esperando su barco, malviviendo por Tánger, a unos 200 kilómetros de su Kenitra natal. Así que creyó que ya en alta mar, lejos de Marruecos, podía entregarse al descanso.

Driss siguió durmiendo. Ni siquiera las voces y llantos de sus iguales lo despertaron. Tampoco el miedo. “El Corán dice que nada se debe temer cuando Alá está de tu parte”, repetía antes de quedar exhausto. Su fe se mantuvo férrea incluso cuando el agua empezó a inundar la precaria embarcación, ya de día y después de cuatro horas movido por las cada vez más altas olas.

Los niños lloraban, las mujeres lloraban, los mayores también lloraban, pero Driss permaneció impasible, adormilado por el cansancio, y convencido de que su Dios lo llevaría a puerto seguro. Así fue, cuando todo pareció perdido, apareció Salvamento Marítimo; y, con ellos, España.

La primera vez que Isabel y Driss se vieron él estaba a punto de caer en las fauces de la vida en la calle. Ella y su marido, Juan, entraban en una reunión con otras familias para tratar de hacer algo con una patera que acaba de llegar a El Puerto de Santa María, Cádiz, repleta de inmigrantes. Verlos deambular por las calles, sintiéndolos tan cerca, los conmovió. Fuera, en la puerta, estaba Driss. Nadie sabe cómo llegó a allí.

“Pensábamos que debíamos darle voz al problema, hablar por ellos con las autoridades, sensibilizar a los jóvenes con los que trabajamos en el instituto —ambos son profesores de secundaria—, pero ni por asomo pensamos que íbamos a acoger a alguno de ellos en nuestra propia casa”, recuerda Juan, de 58 años, médico de formación, maestro de profesión y padre de dos chicos de 15 y 17 años.

De la calle a un hogar

En la reunión surgió el nombre de Driss. Nadie sabía qué hacer. Entonces Gregory, un belga que trabaja becado como auxiliar de conversación en un instituto de la zona, ofreció un cuarto libre que tenía en su piso. “Nos sorprendimos por su valentía; incluso llegamos a decirle que se lo pensara, lo preveníamos de que estaba a punto de hacer una locura. ¡No sabía nada de ese chico! Pero él nos tranquilizó diciéndonos que en su país era algo habitual y eso fue lo que se hizo”, recuerda Juan. “Su determinación nos dejó a cuadros y nosotros nos comprometimos en costear todos los gastos que Driss le acarrease”.

Pocos meses después, Driss vive con ellos. Primero, compartiendo dormitorio con Ignacio; luego, ocupando un antiguo cuarto de baño que la familia ha adaptado con unas obras para ganarle un nuevo cuarto a la casa.

“¿Cómo íbamos a dejar a Driss en la calle, si tiene la misma edad que nuestros hijos?”, se pregunta Isabel, de 51 años. “Porque era cuestión de días que acabase en la calle”, asegura.

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