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Marie Faye no fue nunca “de las del sueño europeo“. Pero había alguien que tenía un sueño para ella; su padre. Quería que su hija estudiara en Francia. Que fuera abogada. “A los siete años me ponía entre las manos libros de La Fontaine y Voltaire. Lo intentó con todos mis hermanos, que amáramos la literatura, el estudio, pero solo lo consiguió conmigo”, narra la joven senegalesa de 31 años. Cuando terminó el bachillerato, la primera de la promoción, logró un visado de estudiante para entrar en la universidad en París. Se trasladó a una ‘banlieue‘, a casa de unos familiares a los que hasta entonces no conocía, y empezó Derecho y Ciencias Políticas.

No era lo suyo. “Te enseñan a defender al poderoso. A encontrar los resquicios legales para proteger ante la ley al que tiene dinero”, cuenta. Empezó a combinar sus estudios con varios trabajos de camarera para poder enviar dinero a su familia, y terminó dejando unos estudios que no le gustaban. Era la época de Sarkozy, con una políticas de extranjería muy dura, y al abandonar la facultad perdió también el permiso de residencia. Decidió entonces probar suerte en Barcelona, donde también tenía a una tía, con la que aún vive, y lo hará hasta que regrese a Mbour, cuando termine la carrera, como tiene muy claro que hará. Ambas cosas.

Al llegar aquí, hace cinco años, se dio cuenta que las cosas aquí eran aún más difíciles que en Francia. Primero, por el idioma. Ella dominaba el francés, pero no tenía ni idea de castellano. “En seguida vi que aquí, sin papeles, no tenía ninguna oportunidad, y me puse a hacer trenzas en la playa, la experiencia más horrible de mi vida“, recuerda. “No entendía aquella persecución policial tan desproporcionada. Nos trataban peor que a un terrorista. ¡Por hacer trenzas! Los agentes nos obligaban a desnudarnos para buscar dónde guardáramos el dinero. Una pesadilla…”, prosigue. Aguantó dos meses, un verano, y se pasó a la manta.

“Si me tenían que perseguir, que fuera por algo. No vendía nada falsificado porque como sabía algo de leyes, sabía que podía tener problemas serios por la propiedad industrial, así que me centré en la bisutería, los imanes, los abanicos… En los cuatro años que estuve vendiendo en la calle, sobre todo en el puerto, me negué siempre a correr. Se acabó el tiempo en el que los negros tenemos que correr perseguidos por los blancos“, sentencia.

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