Imagen de Daniel Blanco

Empieza sus clases con música. Beethoven, por ejemplo. Después, pone un vídeo en el proyector y los alumnos ven cómo arde una cerilla. Más tarde, y sin una sola hoja de apuntes, coge sus tizas de colores y empieza a escribir fórmulas en la pizarra. Las explica con pasión. Les dice a sus alumnos que la química orgánica no es tan fiera como pinta.Y les habla de cine. De Julia Roberts y el cromo, de Matt Damon y la química orgánica, de Sean Connery y los radicales libres.

Profesor e investigador en la universidad pública holandesa Radboud (Nimega), Daniel Blanco (Madrid, 1973) acaba de ser premiado con el título de mejor docente universitario de Química de Holanda, otorgado por la Real Sociedad de Química. El jurado ha decidido que Daniel es un maestro excelente. El mejor del país. Un país que no es el suyo. España le formó (estudió en la universidad pública) y años después le expulsó. «No quise irme. Pero la falta de oportunidades para los docentes y los investigadores es hiriente. No me quise convertir en un zombi desmotivado más de los muchos que veía por los pasillos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)», explica. Tampoco quiso zambullirse en el «endogámico» mundo de la universidad española, donde se topó con injustas trabas laborales. En la ceremonia de entrega del premio al mejor docente de Holanda, Daniel cogió el micrófono y dio irónicamente las gracias a varios de sus profesores de la Universidad Autónoma de Madrid. «Aprendí mucho de ellos. Aprendí a cómo no se debe enseñar», soltó.

Que espabilen y se busquen la vida

Desde hace siete años, Daniel es profesor de varias asignaturas relacionadas con la química orgánica en la Radboud, universidad holandesa donde todas las clases se imparten en inglés. Sus alumnos están en los últimos años de la carrera y tienen entre 21 y 23 años. Daniel no solo pretende que los chavales aprendan conceptos. Quiere que sepan pensar, que espabilen, que se busquen la vida y, sobre todo, que separen la morralla de la información verdadera. Cuando termina el curso, a Daniel le aplauden. No hace falta que se pongan encima de los pupitres y griten ‘Oh capitán, mi capitán’, Daniel se siente igualmente el Robbin Williams de ‘El club de los poetas muertos’. Está convencido de que otra manera de enseñar es posible. Cree firmemente en la revolución de la educación y confía ciegamente en los jóvenes. El futuro es suyo.

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