un grupo de alumnos/as trabaja en un huerto

Hace ya casi medio siglo Ivan Illich con La sociedad desescolarizada (1970) y Everett Reimer con La escuela ha muerto (1973) nos sorprendían con sendos alegatos radicales sobre las miserias y la caducidad de la institución escolar. Sus profecías no se han cumplido pero sí han servido al menos para tres cometidos: profundizar en la mirada crítica sobre la función y los límites de la escolaridad tradicional; contribuir, junta a otras aportaciones críticas, a generar algunos cambios conceptuales y organizativos más o menos profundos, y a constatar la cantidad de oportunidades de aprendizaje y educación, con frecuencia desaprovechadas, que generan los distintos actores en la comunidad territorial, en cualquier municipio urbano o rural.

Ahora la sentencia de muerte se desplaza al aula, a aquella invención decimonónica que introdujo la modernidad industrial. En este contexto cabe situar el último libro de Mariano Fernández Enguita Más escuela y menos aula, con una argumentación sociológicamente incontestable aunque más apoyado en los avances tecnológicos que en los fundamentos pedagógicos y didácticos más innovadores, destacando las experiencias más punteras de los centros privados concertados e ignorando en buena medida las de los públicos.

El título es muy llamativo pero discutible, porque los procesos de cambio y transformación no suelen plantearse hoy en términos de dicotomías o disyuntivas -más de esto y menos de lo otro- sino en clave sistémica, tratando de articular e interconectar los distintos actores y espacios educativos. Otra cosa bien distinta, como se expone someramente a continuación, es que la función de estos deba modificarse radicalmente de forma generalizada, tomando como referentes los diversos y exitosos caminos que se están abriendo de forma experimental.

Veamos qué ocurre en cada uno de ellos. El aula de la escuela graduada que nace en España a principios del siglo XX se concibe entonces como un progreso científico para ajustar el proceso de enseñanza a cada grupo de edad, superando la escolarización en escuelas unitarias donde convivían juntos, y a menudo revueltos, alumnos de muy diversas edades. Pero esta concepción del aula aislada, donde el alumnado permanece recluido en ella toda la jornada escolar; del maestro único que lo convierte en su territorio particular, donde no entra nadie más; con sus recursos y actividades exclusivas, ha entrado en crisis, y lo que fue un progreso se ha convertido en una rémora.

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