Hamza Baghrir en la cocina donde se forma

En su currículum, Ayoub El Bouzidi, de casi 20 años, ha incluido uno de sus puntos fuertes: “Más de tres años de experiencia en adaptaciones rápidas y cambios de domicilio repentinos debido a los años de búsqueda de empleo en España”. No exagera. Además de sus más de 1.400 horas de formación en albañilería, jardinería y manipulación de alimentos, El Bouzidi lleva dando tumbos desde 2017, cuando, con 16 años, salió a escondidas de su casa en Marruecos para colarse en Melilla en busca de otra vida. En el centro de acogida de la ciudad autónoma se formó en varios oficios que podrían darle una salida al hacerse mayor, pero cuando cumplió los 18 años se vio en la calle con un permiso de residencia que, además de no permitirle trabajar, le caducaría en 25 días. Nunca consiguió renovarlo.

Con esa tarjeta de residencia temporal, con la cuenta atrás activada y tras varios días durmiendo en la calle, se marchó a Barcelona a probar suerte. Presentó su empadronamiento, sus documentos y los certificados de sus cursos, pero uno de los requisitos para renovar la autorización de aquellos que un día fueron menores extranjeros no acompañados es contar con recursos propios mensuales equivalentes al 400% del Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples (IPREM): es decir, 2.151 euros. “Era imposible que yo tuviera ese dinero”, explica en una videollamada desde Jerez de la Frontera (Cádiz). “Me la denegaron”.

El Gobierno calcula que en España hay unos 8.000 jóvenes de entre 18 y 23 años en una situación parecida a la de El Bouzidi. Entraron irregularmente en España cuando eran pequeños, las comunidades autónomas invirtieron dinero y esfuerzo en acogerlos, documentarlos y formarlos, pero al llegar a la mayoría de edad se quedan en la calle y las exigencias de la ley entorpecen que consigan sus papeles. Sin techo y sin poder trabajar, no es difícil que caigan de cabeza en la marginalidad. Además de estos jóvenes que se hicieron mayores en España, hay otros 8.000 menores actualmente tutelados por las autonomías y destinados al mismo limbo.

Ayoub El Bouzidi no tardó en encontrar empleo, pero explotado y en negro. Trabajó entre noviembre de 2019 y noviembre de 2020 en una cafetería. Allí hacía lo que le mandaban. Servía mesas, lavaba platos, cocinaba, limpiaba… Todo eso consta también en su currículum, aunque él se reserva otros detalles de aquella experiencia laboral. Su jefe, que le había prometido contratarlo y abrirle así otra puerta a la regularización, le hacía trabajar en dos turnos durante todo el día. Jornadas de 14 o 15 horas pagadas, cuando el patrón era generoso, con 20 euros. Dormía en un almacén del bar, sobre un colchón recogido de la calle y montado sobre un congelador. “Vivía como un ratón”, recuerda. “Esto no se lo cuento a nadie porque fue horrible”. El joven mantuvo el trabajo algunos meses durante la pandemia, pero se acabó y el contrato y sus papeles para trabajar normalmente nunca llegaron.

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